Por supuesto, la
final estuvo rodeada de polémica y acabó a palo limpio. El comportamiento
ejemplar tanto de jugadores como de entrenadores no se trasladó ni a la grada
ni al palco, donde la situación se salió de madre.
En teoría, la
organización repartía 1.100 entradas a cada entidad, que tenía sus localidades
reservadas dentro del pabellón. Como era de esperar, por cada aficionado del PAO había tres o cuatro del Aris, que ocuparon zonas del campo que
no les correspondían.
Aunque los
árbitros y los jugadores estaban dispuestos a jugar, Dimitris Giannakopoulos
bajó al parqué y se negó en redondo hasta que no se garantizase la seguridad de
sus hombres y que se vaciase la zona de detrás del banquillo. El presidente
montó el numerito de costumbre, pero decidió jugar después de estar una hora
discutiendo con los árbitros. Declaró que jugaría para evitar males mayores. Lo
único que consiguió fue encrespar todavía más el ambiente.
El partido fue
un truño y sólo Feldeine (MVP) y Calathes brillaron un poquito. Se
entregó la Copa justo cuando los
aficionados del PAO empezaban a
encender sus bengalas. Un ultra lanzó una contra los radicales del Aris y se montó la gorda. Se organizó
una batalla campal que podría haber acabado con algún muerto. Los equipos
tuvieron que retirarse a los vestuarios, donde se entregaron las medallas a los
subcampeones. La policía no pudo evitar la guerra, que se prolongó durante muchos
minutos. Las imágenes hablan por sí solas.
En definitiva,
lo de cada año hasta que decidieron jugar en campo neutral –Creta- y meter a
niños en lugar de adultos. En Grecia es imposible que dos aficiones compartan
graderío. Que se preparen en Europa si Olympiacós
y PAO se cruzan en la Euroleague. Seguimos en los 80, con
bengalas, sin controles, con lanzamiento de sillas, con policías desbordados y
presidentes parlanchines. Lamentable.