Hace unas semanas tuve la suerte y el privilegio de
asistir a la semifinal de la Copa de Grecia de baloncesto. La eliminatoria se
disputaba a un partido en el Nick Galis
Hall y enfrentaba al equipo local, el Aris
de Salónica, contra el Panionios de
Atenas.
No me andaré con rodeos: disfruté como un enano. Aunque
el Panionios no tuvo su día, fue un
muy buen partido. La afición no falló. Me pasé todo el partido de pie y acabé
con unas agujetas terribles, pero mereció la pena.
Sigo sin entender por qué no controlan más
exhaustivamente a los aficionados. Como pasa siempre, los hubo que entraron con
bengalas y petardos. Os aseguro que una sola bengala encendida antes del inicio
del partido, justo cuando sale el Aris
a la pista, genera una nube tóxica que se mantiene flotando en el aire la hora
y pico que dura la pelea.
El único control en las puertas es preguntarte si llevas
mechero. No te cachean, así que todo el que quiere entra y se enciende su
pitillo con toda tranquilidad. El pabellón se convierte en un bar inmenso en el
que todo el mundo fuma, sin importar si hay niños o mujeres embarazadas.
Lo peor, sin embargo, es el inexistente control a los más
radicales. Entran como señores por la puerta principal y cruzan el parqué de un
lado al otro para colgar sus pancartas. Algunos llevan mochilas que no han
pasado registro alguno. En una ocasión vi a uno sacarse unas latas de cerveza
de su bolsa. Claro que los ultras son los que más animan. Sin ellos, el Alexandrio no sería lo mismo. Empujan
mucho, de ahí que se les permita prácticamente todo.
Estar más de dos horas dándole al tambor sin parar de
cantar, tiene mucho mérito, pero es inadmisible que entren con cascos de moto,
latas, bengalas, petardos y demás. Aunque la federación multase al club por los
incidentes días después y lo sancionase con un partido a puerta cerrada, he
estado en partidos muchísimo más violentos. La gente se comportó razonablemente
bien. Ayudó el comportamiento de los jugadores y el gran inicio de los locales.
Por cierto, mi cuñado se coló. Una anécdota que dice
mucho de la poca seriedad a la hora de vender entradas o controlar el acceso.
Se presentó cinco minutos tarde y sin entrada, pero puso cara de pena, dijo que
era un estudiante pobre… y le dejaron pasar como si nada.
El Aris salió
lanzado y lo metía absolutamente todo, ante un Panionios desconocido. Sfairópoulos
se desesperaba en la banda e intentaba parar el ritmo amarillo con cambios
constantes y tiempos muertos. El segundo entrenador visitante fue descalificado
por protestar, aunque no había motivo para ello. Todo iba rodado y la gente te
frotaba los ojos en medio del humo.
Recordemos que el Aris
juega solamente con un extranjero porque, debido a las deudas que arrastra,
tiene prohibido fichar a otro. Por culpa de los eternos problemas económicos,
está jugando en primera con niños que cobran poco y dos o tres veteranos
nacionales. Chicos con poco cuerpo y nula experiencia en semejantes lides
contra un conjunto repleto de americanos y extranjeros de otros países. Un
equipo de hombres contra uno de chavales.
Los locales se escaparon en el marcador de más de 20
puntos y la gente no dejaba de saltar. Se desató la euforia y el público se
veía en la final cuando sólo se llevaban jugados 15 minutos. El marcador
reflejaba un 50-30 al descanso esclarecedor. Por primera vez en mucho tiempo,
la gente estaba satisfecha. Creía ser yo el único que veía claramente que el
combate no había terminado. Parecía ser yo el único que veía que el Panionios era mejor equipo que nosotros
a pesar de la ventaja. Pero tenía que callar.
El Aris salió
especulativo el tercer cuarto, intentando alargar las posesiones lo máximo
posible. Consumió varias veces los 24 segundos y empezó a apedrear el aro. Mcollum, el pequeño base del Panionios, tomó el mando de las
operaciones. Pasito a pasito el equipo visitante iba descontando. Aparecieron
los nervios y los errores infantiles. El miedo a ganar.
Como el colchón de puntos era considerable, se llegó al
último cuarto todavía con una distancia de confort suficiente (70-56). O eso
creíamos todos.
El conjunto visitante no estaba muerto. El equipo fuerte
empezó a comerse a los esqueléticos hombres de Angelou y mejorar los porcentajes de tiro. A Mourtos y a Bochoridis
les costaba pasar de medio campo con la bola controlada. Los Panteras
seguían recortando y la sensación de impotencia crecía.
Mcollum veía el aro como una piscina y el Aris era incapaz de encontrar situaciones cómodas en ataque. Cada
vez que nos comíamos una posesión o perdíamos un balón, se producía un
estallido de cabreo en la grada y gritos contra los propios jugadores. A pesar
de protestar alguna decisión arbitral, el público era consciente de que el
equipo, literalmente, no podía. A los chavales el partido les estaba pasando
por encima como una apisonadora. El único que aguantaba el tipo, para variar,
era Michalis Pelekanos, veterano de la Guerra
de Corea.
De la euforia habíamos pasado al hastío, de la felicidad
absoluta al cabreo, del sueño a la pesadilla, de la gloria al infierno. El
respetable la tomó con los más jóvenes. Desde las gradas le pedían a Angelou que los cambiase. Parecía ser
yo el único, otra vez, que veía en el partido una lección maravillosa para los
niños.
Bochoridis perdió otro balón e hizo falta antideportiva, pero no
dudó en volverlo a coger para el siguiente ataque. Mourtos, al que en la primera parte le habían partido el labio, se
precipitó varias veces inexplicablemente ante la desesperación de la afición,
pero no dejaba de intentarlo. Algunos triples sobre el límite de la posesión
dieron aire, pero el Panionios se
puso a 4 puntos (78-74). Casi 35 minutos después de aquel +27 del segundo
cuarto (40-13), el partido se había convertido en un auténtico thriller. Oía a
los aficionados criticar a Angelou,
despotricar contra los jugadores y comentar que “todos los días igual”. Un
servidor se estuvo mordiendo la lengua toda la segunda parte, porque seguía
pensando que lo importante no era tanto llegar a la final -derrota segura- sino
aprender.
Hubo un par de ocasiones en las que estuve a punto de
soltar un grito al padre que tenía delante:
-
¡Dejad que se equivoquen, dejad que se equivoquen!
Pero no lo hice.
Fue entonces cuando Bochoridis
ganó la posición en el poste bajo y jugó de espaldas contra Mcollum. Le llegó la bola tras una
buena lectura de la defensa rival, arrancó hacia el centro y forzó la penetración
alargando su interminable zurda. Debería haberle dado una colleja al que
llevaba insultándole toda la segunda parte. Una canasta para callar la boca de
alguno y que se celebró como si fuera la última.
Vezenkob (o Vezenfof),
la joven figura búlgara, hizo un gran partido ofensivo y sacó muchas faltas en
la segunda parte. Falló algún tiro libre, pero metió más de la mitad. Su
trabajo fue fundamental.
Poco después, el delgado Mourtos encaró a su par y se fue hacia barraca, anotando un cesto
decisivo, sin importarle el labio roto ni los errores anteriores. Su única
canasta fue para mí la más importante.
El sufrimiento había valido la pena (88-79). Creí tocar
el cielo. Tíos de menos de 20 años liándosela a machos de cerca de 30.
Muchachos que lo único que necesitan son minutos y paciencia. Y si las cosas se
tuercen, hay que apoyar, no silbar. El miedo es contagioso y se traslada de la
grada al parqué. No son herméticos.
La clasificación para la final se celebró por todo lo
alto y los jugadores se saltaron el protocolo para invadir el graderío. Muchos
de los espectadores son o han sido compañeros de pupitre de los chicos, que se
comportaron como lo que son, jovenzuelos. Para ellos, lo más importante era la
victoria, para mí, el aprendizaje.
El Aris
clasificado para la final de la Copa,
pero con muchos problemas para entrar en los play off. Altos y bajos
constantes, pero lógicos en un equipo joven. Este año lo más importante no son
las victorias o las derrotas, sino que los jugadores se impregnen de lo que es
el baloncesto profesional, que acumulen minutos, que pierdan, que se peleen y
que aprendan a levantarse tras una caída. La afición prefiere lo de este año a
lo de los anteriores, porque se juega con gente de la casa y no se gasta en
mercenarios que abandonan el proyecto antes de acabar. Veremos
qué nos depara el futuro.
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